«Como miles de otros niños, aprendí a olvidar la relación conmigo mismo. Aprendí a renegar de mi propio sentir, para dar fe a las creencias de los adultos. Aprendí a negar mis emociones a fuerza de actos de voluntad y acumular tensiones en secreto. Aprendí a consagrarles a mis pensamientos la parte esencial de mi tiempo y algunos minutos a mi cuerpo, a modo de limosna, para hacerlo callar cuando gritaba de hambre. Esta obra de destrucción, de separación, de represión se llama “educación”.
Desde los seis hasta los dieciocho años, acumule un saber que me resultaba por completo exterior. Me inculcaron miles de nociones que veía de poca utilidad, en detrimento de temas que poseían vivo interés para mi curiosidad.
Al salir de la escuela, la conjugación de los verbos eran más familiares para mí que el interior de mi cuerpo. Sabía los nombres de la mayoría de los países del mundo, pero era incapaz de expresar qué sentimientos experimentaba. Además, ignoraba su presencia; la escuela había contribuido a hacer de mí un iletrado emocional».