
«El simple hecho de que se pueda dar de comer a mil personas en el mismo pueblo o a un millón de personas en el mismo reino no garantiza que puedan ponerse de acuerdo en cómo dividir la tierra y el agua, en cómo zanjar disputas y conflictos, y en cómo actuar en épocas de sequía o de guerra. Y si no se puede llegar a ningún acuerdo, los conflictos se extienden, aunque los almacenes estén repletos. No fue la carestía de los alimentos lo que causó la mayor parte de las guerras y revoluciones de la historia. La Revolución francesa fue encabezada por abogados ricos, no por campesinos hambrientos. La República romana alcanzó su máximo apogeo en el siglo I a.C., cuando flotas cargadas de tesoros procedentes de todo el Mediterráneo enriquecían a los romanos superando los sueños más visionarios de sus antepasados. Y, sin embargo, fue en ese momento de máxima prosperidad cuando el orden político romano se desplomó en una serie de mortíferas guerras civiles. Yugoslavia tenía en 1991 recursos suficientes para alimentar a todos sus habitantes, y aun así se desintegró en un baño de sangre terrible.
El problema de raíz de dichos desastres es que los humanos evolucionaron durante millones de años en pequeñas bandas de unas pocas decenas de individuos. Los pocos milenios que separan la revolución agrícola de la aparición de ciudades, reinos e imperios no fueron suficientes para permitir la evolución de un instinto de cooperación en masa».