
«El Oriente prefiere la inmovilidad como forma del infinito, el Occidente prefiere el movimiento. Es porque éste tiene la pasión del detalle y la vanidad del valor individual. Así como un niño a quien se hubieran dado cien mil francos, se imaginaría que multiplicaba su fortuna al contarlos por monedas de un franco o de cinco céntimos. La pasión de progreso de los occidentales proviene en gran parte de una infatuación que consiste en olvidar el fin, absorbiéndose en la vanagloria de los pequeños pasos hechos sucesivamente; hasta puede suceder que este niño confunda el cambio con la mejora, y la repetición, con el perfeccionamiento».