
«A lo largo de los siglos XVIII y XIX se propagó, finalmente, una verdadera superstición de la ciencia, lo que equivale a decir que se desencadenó la superstición de que no se debe ser supersticioso. Era inevitable: la ciencia se había convertido en una nueva magia y el hombre de la calle creía tanto más en ella cuanto menos iba comprendiéndola.
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Al fin y al cabo, los primeros que en siglo XX comenzaron a dudar de la ciencia fueron los matemáticos y físicos, de modo que cuando todo el mundo empezaba a tener ciega fe en el conocimiento científico sus más avanzados pioneers empezaban a dudar de él. Compárese la cautela de físicos como Eddington con la certeza de un médico, que usa toda clase de ondas y rayos con la impávida tranquilidad que da su total desconocimiento. Detrás de esos aparatos, cuyo funcionamiento es para él un profundo misterio, acusa de curanderismo al pobre diablo que sigue curando con viejas supersticiones, sin advertir que la mayor parte de la terapéutica contemporánea consiste en supersticiones que recibieron nombre griego. Si en 1900 un curandero curaba por sugestión, los médicos se echaban a reír, porque en aquel tiempo sólo creían en cosas materiales, como un músculo o un hueso; hoy practican esa misma superstición con el nombre de “medicina psicosomática”».