
“Sonrío al verlo tan vivaz; a las horas en que su establecimiento se vacía, su cabeza también se vacía. De dos a cuatro el café queda desierto; entonces M. Fasquelle da unos pasos con aire estúpido, los mozos apagan las luces y él se desliza en la inconsciencia; cuando este hombre está solo, se duerme.
Todavía hay unos veinte clientes, célibes, modestos ingenieros, empleados. Almuerzan rápidamente en pensiones de familia que ellos llaman ranchos, y como necesitan un poco de lujo, vienen aquí después de la comida, toman un café y juegan al póker de ases; hacen un poco de ruido, un ruido inconsistente que no me molesta. También ellos necesitan ser muchos para existir”.