
«Recuerdo que una persona muy pudiente me expuso, cierta vez, una grave situación por la cual atravesaba. Iba a perder gran parte de sus bienes, y esto lo había sumido casi en la desesperación. Debía reducirse, y, en fin, hacer otra clase de vida. Le expresé entonces que la vida no estaba constituida por una holgada situación económica, y que una de las tantas posiciones que yo había adoptado para andar por el mundo era la siguiente: no pensar jamás que tengo algo permanente, algo que me pertenezca en absoluto; y que si hay algo de lo cual me siento realmente dueño es mi sabiduría, y nada más. Yo puedo vivir —le dije— en un palacio o en un castillo, y puedo vivir también, con la misma facilidad, en la casa más humilde. Disminuiría el conocimiento que tengo, si pensara que habría de disminuir mi vida porque disminuyen mis haberes. Cuando se vive para lo físico, si los bienes materiales desaparecen se tendrá la sensación de que desaparece también la vida. En cambio, lo que jamás se pierde es el valor que cada uno representa como ser inteligente, según la jerarquía de los conocimientos que posea».