«Nunca, nunca quise ser niño terrible ni artista maldito, nunca quise ser un adelantado a mi época, malentendido por mis contemporáneos. Me gustaría, obviamente, ser un Chaplin o un Aristófanes, pero si no es posible ser un artista exitoso y un renovador brillante que sentó las bases para una nueva manera de hacer teatro o algo por el estilo, entonces prefiero ser un producto de la época antes que un incomprendido genial. A mí me interesa el éxito ahora, no cuando esté en el ataúd. No me importa que cincuenta años después la gente diga: «¿Te acordás de aquél? Qué pedazo de chanta era». Que lo digan después de mi muerte; yo no me voy a enterar. Prefiero, si puedo elegir, ser brillante en mi época y olvidado después, antes que sufrir como todo maldito, viviendo miserablemente, marginado, ignorado por sus contemporáneos. Y, así como creo que la droga es un flagelo, no sólo desde el punto de vista particular (el chico de once años muerto de una sobredosis de heroína) sino desde el aspecto más general (ya que la droga es una herramienta nefasta de contrarrevolución y represión en el mundo), asimismo creo que esa concepción mítica del artista maldito es nociva para todo principiante que quiere ser actor; permite que uno crea que la incomprensión del público es sinónimo de genio en el incomprendido, genera un círculo mortal de desastre, malogramiento y suicidio que, en la mayor parte de los casos, no es señal de grandeza sino de mero fracaso».
Enrique Pinti