
«Infortunadamente, ¿quién da fe de la palabra pronunciada? ¿Quién es el que puede decir, una vez que las pronunció, que esas palabras fueron suyas? ¿Quién garantiza la paternidad del pensamiento que las guió? Sólo puede hacerlo el que es consciente de la responsabilidad que encierran y el que es capaz de confesar, después, que las palabras vertidas le pertenecen.